Pompas fúnebres by Jean Genet

Pompas fúnebres by Jean Genet

autor:Jean Genet [Genet, Jean]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1947-01-01T00:00:00+00:00


* * *

Paulo, por la calle, va silbando una tonada al caminar, y la certidumbre de su aliento y de su arte, su maestría en fin, y la seguridad de sus andares, fruto de la firmeza del cuerpo, le confieren una autoridad que, me decía yo a mí mismo, hace mala pareja con la perversidad, pero comprendí que aquella calma significaba también indiferencia, y que era esta última la que constituía, de igual modo, el fondo de su perversidad.

En la cárcel, le pidió al capellán un libro de oraciones. Cada vez que el sacerdote acudía a la celda, Paulo lo escuchaba, lo miraba a los ojos muy serio hasta el final. El capellán consiguió que lo admitieran en la enfermería, donde hizo gala, con las monjas, de la más ferviente devoción. Su seriedad impresionaba. También era rectitud.

Lo creían muy próximo a Dios porque era ingenuo.

Sus labios apretados, su mirada fija, su rostro sin sonrisa asustaban a los presos, que lo aborrecían; veían (creían ver) las cosas más claras que nadie y se decían:

—Hay que ver el teatro que le echa el tío ese. ¡Vaya cuento que se trae con las sores!

En el patio nunca jugaba a nada; ni los ladrones ni los chulos son deportistas. El juego es una actividad sin meta.

—Para qué andar tirando un balón si siempre acaba por volver.

El ladrón soporta su oficio por el atractivo novelesco que posee, pero, si no fuera algo necesario, el oficio no tendría atractivo. Esta necesidad arrastra al ladrón hacia la aventura, donde el juego no tiene cabida. Se pueden rechazar las aventuras del juego, no las que propone el robo necesario. Y, por fin, la actividad del ladrón contiene ya ese elemento estético que busca en el juego y en el deporte el hombre sometido a oficios menos nobles.

El capellán circulaba entre los presos arrepentidos, entre los chavalillos y los hombres, Cuando un marinero me rozó la pierna con el bajo, muy ancho, del pantalón, sentí un delicioso escalofrío. A veces estoy a la espera de esos contactos ligeros del pliegue de los herales, de tela pesada y tibia, que, desde el pie, al que casi tapa, suben hasta la cintura, hasta el talle, que oprimen tan estrechamente, pues es un gran deseo de ternura lo que hace que el invertido acaricie furtivamente a los hombres.

Paulo se arrancaba jirones de piel, e incluso de carne. No sentía nada.

Llegó el gran desorden —o más bien el trabajo sistemático— en cuyo seno intenté, por todos los medios, recuperar esa forma larvaria gracias a la que se vuelve al limbo. Paulo tenía las nalgas ligeramente velludas, pero con un vello rubio y rizado. Hundí la lengua, hurgué lo más allá que pude, me embriagué del olor inmundo. Con el bigote saqué, para mayor alegría de mi lengua, algo de ese barro que el sudor y la mierda desleían entre el rizado vello de Paulo, busqué con mi hocico de cerdo, me enfangué, llegué a morder: quería destrozar los músculos del orificio y meterme



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